Inspirado por la foto Pale Blue Dot (la fotografía de la Tierra que hizo la sonda Voyager 1 desde 6.000 millones de km de distancia), Carl Sagan recalcó algo que es una obviedad pero que pasamos por alto cada día: La Tierra es nuestra casa, y no hay más.
Como especie biológica, los humanos estamos adaptados a vivir únicamente en este planeta, pero la curiosidad nos empuja a salir, a alejarnos de este hábitat familiar y cómodo. La tecnología hace posible que algunos humanos vivan fuera, orbitando alrededor de la Tierra a 400 km de altura y girando a 27.000 km/h. Son la avanzadilla, los exploradores, cautivados por el hechizo que produce asomarse y ver lo que hay más allá. El astronauta es un símbolo de la curiosidad, conserva la ingenuidad y la imprudencia de los niños. Su estética, propia de la exploración espacial, tiene algo de improvisado, de diseño no acabado y en constante mejora y evolución. Una estética prosaica, no hay simetrías, equilibrios, armonías, adornos ni elegancia. Solo hay eficacia. Como dibujante encuentro fascinante ese aparente caos que forman los cientos de dispositivos que permiten que una entidad biológica sea activa en el espacio.
Y es con esta estética con la que reivindico aquella reflexión que hizo Sagan, ese punto de vista que nos devuelve a lo insignificante. Y por qué no, a lo épico.
Se recogen aquí piezas ya expuestas y obra reciente de una misma técnica (exceptuando una manera negra), la litografía, centenaria, artesanal, que me da la oportunidad de llevar imágenes de carácter documental o divulgativo al mundo del arte, y ofrece una textura y una calidez que permiten que un motivo tecnológico, psicológicamente ligado al futuro, evoque otras épocas, que se convierta en algo propio de leyenda. Un juego de cruces temporales. ¿El observador está en el futuro? ¿Está en el pasado? En cierto modo, el viaje se puede hacer en los dos sentidos.